domingo, 28 de marzo de 2010

El lirio


El chico volvía de la casa del médico. No había tenido suerte, no tenían las medicinas que necesitaban. Llegó hasta su casa y entró. Su madre corrió a recibirlo.
- ¿Has traído las medicinas?
El chico negó con la cabeza apesadumbrado. Su madre agachó la cabeza y volvió a la cocina para terminar de hacer la comida. El chico subió las escaleras y fue al cuarto donde descansaba su abuela.
- Abuela, ¿Cómo estas? ¿Te encuentras mejor?
La anciana mujer intento incorporarse entre los ataques de tos y sonrió a su nieto.
- Querido Joaquín, que vengas a verme hace que me sienta mejor.
El muchacho sonrió. Quería mucho a su abuela, había cuidado de él y de su madre cuando su padre murió en aquel accidente. Unos años antes también había muerto su abuelo, tropezando y cayendo de un andamio.
- Joaquín, ¿podrías hacerle un favor a esta anciana?
- Claro, abuela. Lo que quieras.
- ¿Podrías traerme un poco de agua del río? Hay que aprovechar ahora que corre agua por él.
El chico no podía negarle nada y asintió sonriente. Bajo al piso de abajo y cogió un botijo. Salio por la puerta y enfiló el camino pedregoso que llevaba hasta el río.
Fuentestrún, un pequeño pueblo de Soria, estaba muy hermoso ahora que había pasado el invierno. El frío se había ido y la vida había vuelto a los prados.
Llegó hasta el río y hundió el botijo en el agua. Todo parecía tranquilo, pero el chico se sentía inquieto. Alzo la vista del agua y descubrió a una mujer que lo observaba desde el viejo árbol.
Era de una extraña belleza fría y siniestra. Su cabello negro era agitado por el viento, igual que su vestido blanco. Sus ojos eran de un azul helado y su piel hacía que la nieve fuera oscura. Llevaba en la mano una flor, un lirio.
- ¿Qué hace un muchacho aquí solo?
El chico se estremeció y un escalofrío recorrió su espalda. La mujer se dio cuenta y sonrió tristemente.
- ¿Me tienes miedo? No te haré nada. No es a ti por quien he venido.
El muchacho no entendió a qué se refería y tampoco quería saberlo.
- He venido a por un poco de agua para mi abuela - contestó a la pregunta de la mujer.
- ¿Quién es tu abuela? - pregunto esta vez la extraña.
- Eugenia, la partera.
La mujer sonrió y se llevó el lirio al rostro.
- Ella es una gran amiga de mi hermana y a mi también me conoce. Toma - cruzó por el pequeño puente y se acercó al muchacho, ofreciéndole el lirio-, llévaselo a tu abuela. Sabrá quien se lo envía.
El chico tomo la flor y cogió el botijo lleno de agua y salió escopeteado de allí. Había algo en esa mujer que le asustaba y le aterraba.
Llegó a casa y subió los escalones llevando el pesado botijo consigo.
- ¡Abuela, ya tengo el agua! - dijo echándole un poco en un vaso cercano-. ¡Ah! Y una mujer que estaba en el río me ha dado esto para ti.
La anciana tomo la flor y la observo. Su mirada cambio y se torno triste.
- Sabía que tarde o temprano volvería a verla.
- ¿Quién era, abuela?
Alzo la vista y sonrió a su nieto.
- No es nadie de quien te tengas que preocupar ahora. Solo la he visto en dos ocasiones. La primera fue en el entierro de mi marido y la segunda en el entierro de tu padre - soltó un suspiro-. Que haya venido no es nada bueno, pero que se le va a hacer. Es ley de vida.
Detuvo su charla y miro por la ventana, hacía el infinito en la oscuridad.
- ¡Mira que hora es! Tienes que ir a acostarte.
El chico le dio las buenas noches a su abuela y ésta lo abrazo muy fuerte. Corrió a su cuarto y se dispuso a acostarse.
Los primeros rayos del alba despertaron a Joaquín. Pensó en dormir más pero escuchó un llanto. Era su madre.
De un salto salio de la cama y busco a su madre. Estaba en el cuarto de su abuela, arrodillada a los pies de la cama. Una terrible verdad golpeo al pobre chico, que se acerco lentamente a la cama donde estaba tendido el cuerpo sin vida de su abuela, con un lirio entre sus manos.

El funeral había terminado. Había ido toda la gente del pueblo y ya comenzaban a irse después de darles el pésame. El cielo estaba nublado y amenazaba tormenta. Joaquín se alejo de la gente y del cementerio y fue a la ermita. Allí se sentó en la puerta y escondió la cabeza en los brazos. Necesitaba descansar. Oyó un ruido y se incorporó. Miro detrás de la ermita y allí la vio, la mujer del río. Le sonreía, con esa sonrisa que esconde detrás el más grande de los miedos humanos, y en la mano sostenía un lirio.

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